La Catedral Profana

Guarida de los impíos

Favian


La caja sigue ahí, tranquila e impasible. Esta mañana la encontré sobre mi escritorio, junto a los cristales de mi ventana. Estaba colocada de manera tal que la idea de que alguien la haya lanzado desde afuera parece una locura. La abertura de la ventana es, además, demasiado pequeña como para que alguien, siquiera un niño, haya entrado a dejarla. Lo más irracional pareciera, paradójicamente, lo más plausible: entró por sí misma. Llamo a este asunto “el dilema de la ventana rota” En cualquier caso, no tengo cabeza para eso ahora. Mi mente me traiciona, mi memoria es la única que permanece leal. Todo me traiciona, pero recuerdo con absoluta claridad que, cuando la vi, fue amor a primera vista. Ajusté mis guantes mecánicos hasta mis muñecas, me coloqué mis lentes de montura broncínea y comencé a revisarla. Al principio no hubo manera de abrirla, y eso que intenté con tenazas, pinzas, alicates, martillos, taladros hasta que, más temprano que tarde, el hecho de no haber desayunado y la herida en mi orgullo al verme a mí, el más joven y brillante científico del imperio, derrotado me hicieron perder interés en el contenido del maldito artefacto. La puse en la prensa hidráulica. El motor de la prensa se fundió. No tuve más opción que intentar abrirla con mi mente. Me preparé un desayuno pesado y comencé a trabajar. Después de unas horas, resolví el intrincado rompecabezas. El contenido no parecía ser la gran cosa, solo unos cuantos botones, cada uno con una grafía que no entendí “Todo esto para una máquina de escribir sin tinta”, pensé. Nada más alejado de la realidad. Cada una de esas teclas me trasportaba a un lugar y una época distintos. Con mis conocimientos de lingüística y criptografía, logre descifrar el sistema numérico e ideográfico de esos infaustos botones. Vi a mis padres nacer, conocerse, enamorarse y morir; me enamoré de mi madre y tuve ganas de matar a mi padre para arrebatársela. Vi el nacimiento, esplendor, decadencia y muerte de los grandes gobiernos que dieron luz a la actual división del mundo en cuatro facciones: un imperio, una república, un reino y una federación. También vi la forma en que estos terminarán convertidos en cenizas en unos pocos siglos. Vi el nacimiento, maduración y senectud de los grandes héroes y villanos de la historia, me percaté de que los primeros no fueron tan intachables ni los segundos tan irredimibles. Vi el nacimiento y la desaparición de grandes ideas. Obtuve conocimientos que el resto de la humanidad nunca imaginó. Leí los manuscritos de las grandes bibliotecas quemadas a lo largo de la historia y, en ellos, todas las ideas que hoy son de vanguardia. Vi el nacimiento, crecimiento y muerte de mis hijas. Las vi crecer hasta tener mi edad, me enamoré de ellas: unas chicas creadas y criadas por mí, hechas a mí medida en todo sentido y manera. Deseé quedarme en ese futuro, casarme con ellas y tener sexo hasta la saciedad, pero me abstuve de tan cuestionable plan. Luego vi a mis nietas nacer, alcanzar mi edad, envejecer y morir. También me enamoré de ellas y deseé hacer lo mismo que con mi madre o con mis hijas: matar a sus pretendientes, vivir con ellas, hacer el amor hasta el cansancio y huir a otra época. Me enteré de que ya lo había hecho. Soy mi propio padre, mi propio hijo, mi propio yerno y mi propio asesino. Vi el inicio y desaparición del planeta, la galaxia y el universo y, en ellos, vi mi propio nacimiento, mi propio crecimiento y mi propia muerte. Me vi a mí mismo construyendo esta caja y enviándomela. Sé tanto como se puede saber y nada se me escapa, pero, con todo, sigo sin descifrar el dilema de la ventana rota.