La Catedral Profana

Guarida de los impíos

Regreso a casa


El carro se movía peligrosamente rápido. Estábamos por la carretera que conecta El Sombrero con el resto de pueblos al noreste del llano. Como era de esperarse, los alcaldes y gobernadores de la zona se habían cogido los riales y, en consecuencia, la carretera estaba torcida, mal asfaltada y tenía más huecos que Santino Corleone. Entre eso y la prisa que llevábamos, pues ya se vislumbraba el ocaso, hacían que la velocidad de la máquina tomase un tono de pasivo-agresividad similar al de mi ex novia o mi madre cuando están aburridas o andan con ganas de joder. Yo estaba sentado en el asiento de atrás con mi prima Susan. Su cabeza estaba apoyada en mi hombro mientras oíamos la charla entre Vincent y su amigo y copiloto, el viejo Wilhelm.
—Verga, esa casa no es la del tipo este ¿Cómo se llama? ¡Ajá! Frey, el mardito ese —soltó Wilhelm con su acostumbrado tono histriónico y marabino—Vos sabéis que ese güevón, verga… pobrecito.
—¿Qué le pasó?— exclamó Vincent, quitando los ojos del camino por un segundo para dirigirle una mirada furtiva y suplicante a su interlocutor.
—La mujer le echó una verga.
—¿Cómo va a ser?
—Nada, hermano, el tipo tenía fincas, ganado, tierras, plata, tractores, obreros y mujeres por coñazo. Toda esa verga la había heredado de su padre y eso venía desde hace todas las generaciones del mundo. Era una dinastía. Bueno, la vaina es que el tipo era hembrero y le gustaba gastar plata. Eso nunca lo jodió porque el carajo era una luz para los negocios y todo lo que gastaba era miseria en proporción con lo que ganaba. De repente conoció a una mujer que lo sometió. La jeva le quitaba todo y no lo dejaba trabajar. Ese hombre se bebía los miaos por ella. Nunca en mi vida había visto a un hombre tan enamorado, no sé qué le echó la mardita esa. Debe ser que se lo partía al tronquito, vos sabéis. El caso es que tuvieron una hija y la jeva la quería sacar a estudiar a Estados Unidos y ¡A la verga, cuidao’ con ese hueco!
—¡Vergación!—gritó Vincent mientras giraba el volante con todas sus fuerzas.
—Nagüevoná e’ susto, hermano ¡Qué molleja!
—Si fuéramos caído, se nos fuera jodido el caucho y parte del tren delantero—comentó Vincent.
—¡Ey! Si fuéramos caído, despedite de caucho, tren y si no nos volteamos es de verga- Espetó Wilhelm.
—Coño, sí— dijo Vincent, todavía sobresaltado.
—Bueno—prosiguió Wilhelm— la vaina está en que la mujer andaba rara. Ya no tiraba con el tipo y se la pasaba escondiéndole a la hija. Un día el tipo le dijo que se iba de viaje y se fue a dar una vuelta, vos sabéis. Cuando volvió la encontró con los peones. La tenían en cuatro patas, a ella y a la hija. Ahí se formó el verguero. El tipo se volvió loco, sacó la pistola y le cayó a tiros a los peones. La mujer se pusó a llorar pa’ disimular la vaina. Al final la caraja se divorció de él y, entre el cincuenta porciento del divorcio y la manutención de la carajita, le quitó todos los reales del mundo. Lo poco que le quedaba se lo gastó entre los abogados del divorcio, que él tuvo que pagar los suyos y los de la mujer, y los abogados de lo del asesinato de los peones. Al final al tipo se lo llevó el cebillo. Se quedó sólo y arruinado. Ahora la mujer está en los Estados Unidos dándose una vida de rica. La carajita no estudió un coño de madre y ahora anda tirando con gringos.
—¿Y qué fue del tipo?—Indagó Vincent.
—Vive sólo en una hacienda pequeñita por ahí por el Socorro, por los lados de San Jerónimo.
Mientras ellos hablaban, Sussy, que tenía su cabeza posada sobre mi hombro, comenzó a acariciar mi rodilla.
—¿Estás aburrida?—le pregunté.
—Un poco, pero estoy bien porque estoy contigo— comenzó a oler mi pecho- Hueles rico- dijo tiernamente.
—Gracias— respondí ruborizado.
—Cuando lleguemos, podemos pasar por casa de Lina.
—Si tú quieres— respondí con fallida indiferencia.
—Te puedo ayudar con ella.
—¿Ayudar a qué?—interpelé atemorizado.
—A meterle un limón por el culo.
—¿De qué mierda estás hablando?
—De lo de tu tagebuch.
—¿Cómo coño me hackeaste?— inquirí intentando controlar mi voz.
—Lo hiciste en el mismo google docs que usamos para el proyecto de quinto año. Acuérdate que ese era un documento compartido ¿Si era algo privado por qué no creaste otro documento?
—Qué coño iba yo a saber, o sea, ese documento primero fue el del proyecto, después lo vacié y, oportunamente, cuando quería hacer mi diario ví que estaba ese documento en blanco en mi google docs y decidí usarlo, pero no me acordaba- expliqué, advirtiendo mi error.
En ese momento sentí el verdadero terror. Mientras hablaba mi mente se dividió en la segunda persona cuestionadora que siempre me fastidia y comencé a auto-flagelarme. La vocecita interna gritaba: ¡Por Dios! ¿Cómo pudiste hacer esa estupidez? ¿Cómo vas a hacer esa novatada? Bueno, pero ya qué coño de madre ¿Qué fue lo peor que pude haber escrito? ¡Piensa, Aldous, piensa! ¡Putamadre! ¡Piensa! ¿Qué más pude haber dicho? ¡Lo dije todo! ¡Me expuse horrible! Ahora esta perrita sabe que soy un bisexual misógino, fetichista, degenerado, megalómano y fascista ¡Mierda! ¿Por qué coño no me dijo? Ojalá que no se haya picado al leer lo que pienso de ella.
—Está bien, no me molesta. Yo también tengo muchos secretos— dijo comprensivamente, interrumpiendo mis pensamientos.
—Sussy…y-…yo….
—No estoy molesta. No hay nada de lo que haya leído ahí que me haga odiarte. Me alegra saber esas cosas de ti, es como estar en tu cabeza. Se sintió como si conectara contigo…sí…he conectado contigo y tú lo has hecho conmigo. Más que cualquier otra persona. No le diré a nadie. Si quieres puedo ayudarte con Lina, aunque no quiero que estés con ella. Ella no te conviene. No te entiende.
—Agradezco profundamente tu comprensión. Muchísimas gracias, de verdad. Pero sabes que ella me gusta.
—Lo sé, pero sabes cómo es ella— susurró con voz entrecortada mientras escondía su cara detrás de mi brazo.
—¿Pasa algo?— pregunté luego de haber notado que su ardid fue para ocultar las lágrimas de vidrio que humedecían la manga de mi suéter.
—Tú sabes lo que pasa, no te hagas el loco.
—Créeme que, si lo supiera, no estaría preguntando.
—¡Que me gustas, eso es lo que pasa!— declaró entre sollozos.
—Sabes que somos primos— dije compasivamente.
—Eso nunca detuvo a los Tagaryen, a los Habsburgo ni a los Buendía.
—Así es pero ¿Recuerdas como terminó toda esa gente, verdad que sí?
—El que tenga miedo de morir que no nazca— proclamó briosa.
—Dime, mi lord—continuó, con ambición estratégica y serena— ¿Te rendirás ante una oferta tan tentadora? ¿Ordenarás la retirada en una batalla que ya has ganado? ¿Acaso matas al tigre y le tienes miedo al cuero? ¿Te dejarás guiar por la sociedad? ¿No desprecias a los pusilánimes que dejan ir una victoria? Sabes que te ofrezco algo sincero, noble y duradero. Sé cuáles son tus fetiches y estoy dispuesta a satisfacer todos y cada uno de ellos, incluso los que describiste en la página del cinco de octubre— hizo una pausa inmisericordemente sugestiva— ¿Cuál es la orden, mi coronel?—dijo socarronamente.
—¡Al ataque!— declaré.